Oh Dios, tú eres mi Dios; te buscaré con afán. Mi alma
tiene sed de ti,
mi carne te anhela cual tierra seca
y árida donde no hay agua. Salmo
63.1 (LBLA)
Este es uno de los salmos que más
profundamente revelan el corazón de David, mostrando ese anhelo insaciable que
tenía de estar con su Dios. Lo más interesante de este salmo, no obstante, es
el comentario que lo titula: «Salmo de
David, cuando estaba en el desierto de Judá». Esto nos provee un marco que
le da aún mayor significado a los maravillosos sentimientos expresados por esta
poesía.
David estuvo dos veces en el
desierto de Judá. La primera vez, huía del rey Saúl, quien ya abiertamente
procuraba su muerte. El historiador nos dice que en aquella ocasión «David se
quedó en el desierto, en lugares fuertes, y habitaba en un monte en el desierto
de Zif. Lo buscaba Saúl todos los días, pero Dios no lo entregó en sus manos»
(1 S 23.14). La segunda vez que se encontró en el desierto fue cuando tuvo que
abandonar Jerusalén por causa de la rebelión de su hijo Absalón. Dice el
relator de aquel incidente, en 2 Samuel, que el rey, «subió la cuesta de los
Olivos, e iba llorando, con la cabeza cubierta y los pies descalzos. Todo el
pueblo que traía consigo cubrió también cada uno su cabeza, e iban llorando
mientras subían» (15.30).
Ambas escenas revelan a un hombre
envuelto en una situación de profunda angustia personal. Qué tremendo,
entonces, que en medio de circunstancias tan devastadoras, exclamara: «Oh Dios,
tú eres mi Dios... Mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela».
¿Cuál es el principio que se
desprende de este salmo? Que un líder debe poseer la capacidad, en tiempos de
crisis, de poner distancia entre su vida y las circunstancias que lo rodean,
para entrar en la presencia de su Dios y procurar allí el alivio que necesita.
Juntamente con ese alivio, vendrá también una perspectiva divina que le
permitirá ver con ojos celestiales lo que está viviendo. Sus prioridades se
volverán a alinear con las de Dios y podrá exclamar con pasión: ¡solamente tú
eres Dios, Señor!
Si usted analiza la vida de los
grandes siervos de Dios, encontrará sin excepción que cada uno de ellos poseía
la capacidad de entrar a un refugio secreto en tiempos de crisis, un lugar
donde procuraban la comunión con el gran Dios del universo. Piense en Cristo en
el jardín de Getsemaní. Piense en Pablo y Silas en la cárcel. Piense en Moisés
cuando descubre el becerro de oro. Piense en Nehemías cuando se enteró del
estado de Jerusalén. Cada uno de ellos entró al refugio secreto donde
derramaron su corazón en presencia del que vive y reina por los siglos. Y allí
encontraron el alivio y la fortaleza que necesitaban para seguir adelante.