miércoles, 9 de noviembre de 2011

Sabiduría de lo alto


¿Quién es sabio y entendido entre vosotros?  Muestre por la buena conducta sus obras en sabia mansedumbre. Santiago 3.13


Todos nosotros deberíamos meditar sobre la pregunta del apóstol Santiago, especialmente los que tenemos responsabilidades de liderazgo en medio del pueblo de Dios. El apóstol no plantea la pregunta en el vacío. A lo largo de todo el capítulo describe los estragos que causa el mal uso de la lengua. Utilizando un tono directo y claro declara: «la lengua es un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros, y contamina todo el cuerpo e inflama la rueda de la creación, y ella misma es inflamada por el infierno» (Stg 3.6). No necesitamos grandes ejercicios de exégesis para darnos cuenta de que su pregunta es una continuación del mismo tema.
De hecho, el mundo en el cual vivía Santiago había sido influenciado principalmente por la cultura griega; en esto no se diferencia mucho del nuestro. Esta cultura elevaba el conocimiento intelectual a tal grado que lo consideraba la más preciada de las posesiones humanas. Entre los héroes de la sociedad helénica estaban aquellos grandes oradores que podían, por medio de una elaborada dialéctica, deslumbrar con el manejo de los conceptos más complejos y profundos. La sabiduría, en esa cultura, se demostraba por medio de los iluminados discursos de los grandes pensadores.

¿No es así también entre nosotros? Erradamente pensamos que en la elocuencia de nuestros argumentos está la demostración de la verdadera sabiduría.
Santiago señala para nosotros que esta «mal llamada» sabiduría no es la que vale en el reino de los cielos. En el reino operan principios que están en abierta contradicción con aquellos valores que tanto atesora el hombre. La sabiduría bíblica es aquella que se ve en los hechos, no en las palabras. Esta sabiduría no es la que está adornada con abundancia de argumentos, sino la que se viste de mansedumbre. ¡Hasta podríamos afirmar que se demuestra en la escasez de palabras!

Tal era la sabiduría de Abraham, cuando subía el monte para ofrecer a Isaac en sacrificio. Ante la pregunta del hijo no se lanzó a elocuentes explicaciones. Con sencillez, declaró: «Dios proveerá» (Gn 22.8). Así también la sabiduría de Moisés que, ante la rebelión de los hijos de Coré, se postró en tierra. Existía en estas personas una mansedumbre que demostraba que habían alcanzado los más elevados niveles de conocimiento espiritual, aquel estado en el cual entendemos nuestra verdadera pequeñez. Por esta razón, nuestras palabras deben ser pocas.