miércoles, 9 de noviembre de 2011

Prudencia desmedida


El que al viento observa, no sembrará, y el que a las nubes mira, no segará. Eclesiástes 11.4


Algunos de nosotros hemos heredado un espíritu de perfeccionismo que con frecuencia nos juega una mala pasada. El perfeccionista no puede aceptar que sus proyectos no estén a la altura de sus expectativas. Cuando las expectativas tienen que ver con agradar a los demás, siempre contienen un grado de exigencia que es prácticamente imposible de alcanzar. Por buscar ese estado, en el cual no se puede mejorar más, la persona pierde valioso tiempo y esfuerzo. Y no solamente esto, sino que a veces acabamos por arruinar el trabajo que estamos realizando, porque nuestras exigencias demoran innecesariamente su ejecución, y cuando terminamos ¡la necesidad que dio origen al proyecto ha desaparecido!
Posiblemente el autor de Eclesiastés no estaba pensando en el perfeccionista cuando escribió el versículo sobre el cual hoy meditamos. No obstante, su sabiduría tiene un elemento práctico que encaja bien a la hora de emprender un nuevo proyecto. Existe una temporada establecida para echar la semilla en la tierra y todo labrador la conoce bien. No es lo mismo sembrar en primavera que en invierno. Cada cultivo tiene su época de siembra y dentro de este momento establecido existe un limitado tiempo de variación. El labrador puede demorar una semana o dos el trabajo de colocar la semilla en tierra, pero si se demora más de lo debido perderá la oportunidad. Dios ha creado la naturaleza con sus propios ciclos y ella no espera a nadie.
A pesar de esto, algunos campesinos podrían estar buscando el momento «perfecto» para plantar sus semillas. Se dedican con cuidado a observar el viento y medir las nubes, esperando detectar el momento en que caerá la lluvia apropiada para que sus semillas germinen rápidamente. El autor de Eclesiastés le está advirtiendo a quien pasa demasiado tiempo buscando el momento preciso para realizar su tarea, que si se extiende mucho en este proceso perderá la oportunidad de sembrar y, por ende, de cosechar. Para un pueblo que vivía del cultivo de la tierra esto constituía una verdadera catástrofe.

El principio es tan válido para nosotros como lo es para aquellos que trabajan la tierra. Nuestra labor tiene que poseer una medida razonable de prudencia. He sido testigo de muchos proyectos en la iglesia que fueron armados a las «apuradas» y que produjeron muy poco fruto por lo improvisado de su estructura. Existe otro mal, sin embargo, que es aún peor que este: el de creer que se tienen que dar todas las condiciones para emprender un nuevo proyecto. En el reino, son pocas las veces en que todo lo necesario está dado para que podamos avanzar en algo nuevo. De hecho, de esto se trata la aventura de andar por fe. Avanzamos en situaciones no perfectas, con la convicción de que hemos recibido órdenes de nuestro Señor para echarnos a andar. Como dicen en mi tierra, ¡no se demore mucho porque se le va a ir el tren!