Dos de ellos iban el mismo día a una aldea llamada Emaús, que estaba a sesenta estadios de Jerusalén... Y sucedió que, mientras hablaban y discutían entre sí, Jesús mismo se acercó y caminaba con ellos... Él les dijo: ¿Qué pláticas son estas que tenéis entre vosotros mientras camináis, y por qué estáis tristes?
Lucas 24.13, 15, 17
¡Cuán grande debe haber sido la sorpresa cuando el Maestro partió el pan y se dieron cuenta de quién era! ¡Qué tremenda alegría de saber que la persona que los había deslumbrado con su conocimiento de las Escrituras no era otro que el Mesías!
El final tan feliz de este encuentro, sin embargo, se ve eclipsado por el estado de los discípulos antes de que sus ojos fueran abiertos. El relato de Lucas nos dice que caminaban mientras discutían entre ellos sobre los acontecimientos. Bien podemos imaginar cómo volverían una y otra vez a mirar la tragedia de la cruz desde todos los ángulos, para tratar de encontrar en ella alguna explicación que hiciera más llevadero su dolor. La tristeza se había apoderado de sus corazones con una tenacidad absoluta.
Pero... ¿por qué estaban tristes? Porque creían que Cristo estaba muerto. Y a la tragedia de su muerte se sumaba ahora un confuso episodio en el cual algunas de las mujeres aseguraban que lo habían visto. ¿Cómo podía ser verdad aquello? Todo el mundo había sido testigo de su crucifixión y posterior sepultura.
La verdad es que Cristo no estaba muerto; ¡estaba vivo! Él les había anunciado que al tercer día volvería a la vida. Algunas mujeres ya lo habían visto. Pero las pesadas emociones que experimentaban no les permitían ver la realidad. Estaban atados por una mentira.
El poder de esa mentira era tal, que cuando Jesús les comenzó a abrir la Palabra, la verdad no pudo quebrar la fortaleza del engaño. Empezando con Moisés y pasando por todos los profetas, el Hijo de Dios les explicó que todo lo que había pasado no era más que el cumplimiento de las Escrituras. Los discípulos estaban tan desanimados que no podían recibir aquella Palabra que tenía poder para hacerlos libres de la mentira.
Nuestros pensamientos tienen enorme influencia sobre nuestro comportamiento y nuestras emociones. Por esta razón Pablo enseña que «las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas, derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo» (2 Co 10.4–5). Usted debe ser implacable con todo pensamiento que no es conforme a la verdad de Dios. Tómelo cautivo. Denúncielo y póngale las esposas en el nombre de Cristo. Preséntelo delante de su trono. Si le da lugar, lo llevará a usted por el camino de la ceguera donde, aun si se le aparece Jesús en persona, no lo reconocerá.